martes, 12 de julio de 2016

Soberanía en un mundo globalizado

Hola!
Tengo el blog un poco abandonado pero no he dejado de escribir!

Os comparto aquí un artículo publicado originalmente el Periódico Diagonal con Lluís Camprubí.

A menudo, cuando se debate sobre economía internacional y se reivindica el concepto de soberanía, se ignora que las asimetrías en las características productivas e institucionales condicionan las capacidades de actuación política de los Estados. En las últimas décadas, la globalización del capital y los procesos de integración económica y financiera han incrementado las interdependencias entre las economías, los desequilibrios entre ellas y la inestabilidad.
Sólo a escala transnacional se puede alcanzar el contrapoder político necesario para domesticar el capital y producir redistribuciones significativas que cierren la profundas divergencias en el bienestar de las distintas partes del mundo.
Y es que las relaciones económicas y políticas entre los países no se pueden entender sin las bases materiales que las sustentan. En la década de los 90, la crisis de la deudaen los países del Sur global puso de manifiesto que uno de sus problemas era su especialización en la producción de materias primas, que perdían valor respecto a los productos manufacturados en los mercados internacionales.
Esta especialización en materias primas es una consecuencia histórica de la colonización, que configuró durante siglos una organización productiva en las colonias basada en la extracción y la exportación rápida y barata. La independencia legal de las colonias no conllevó, en consecuencia, su independencia política o económica.
Esta división internacional de la producción y el trabajo tiene su especificidad europea. Un motor industrial y financiero, Alemania, exporta tanto bienes de consumo como crédito para consumirlos, a una periferia, Sur o el Este de Europa, con economías desindustrializadas, especializadas en salarios bajos, con excesiva dependencia de la construcción y el turismo (sectores de bajo valor añadido) y con un peso muy grande de la alimentación en sus exportaciones. No es casual que Alemania detente el poder sobre las políticas europeas: es la estructura productiva la que determina en gran medida la posición geopolítica de un país y margen real de soberanía.
La integración europea ha intensificado esta dualidad productiva, pero la estructura subyace, y una hipotética desaparición de las instituciones europeas, como por ejemplo, la moneda común, no supondría una liberación frente a estas interdependencias. Las economías nacionales no son independientes aunque tengan un Banco Central que emita su propia moneda.
No se tiene soberanía monetaria si la deuda pública está mayoritariamente denominada en otra divisa, si la economía depende en gran medida de la exportación de un producto denominado en otra divisa, o si la moneda está fijada a otra sin controles de capital.
La globalización ha supuesto una integración económica sin precedentes mediante la desaparición de aranceles y barreras al comercio, y la armonización de (des)regulaciones. La liberalización del comercio y de la movilidad del capital ha provocado un agrandamiento del ámbito económico mucho más allá de los ámbitos políticos.
El sociólogo Zygmunt Bauman habla de un divorcio entre el poder (la capacidad de hacer cosas) y la política (la capacidad de decidir qué cosas se deben hacer). En el siglo XXI, la economía globalizada se le ha quedado grande a la capacidad política de los Estados-nación, reforzando así sus interdependencias.
Por otro lado, las instituciones creadas ad hoc para supervisar la economía globalizada han trascendido a las instituciones nacionales de manera no democrática. Un proceso propiciado por las élites a lo largo del globo, que a cambio de ceder soberanía a órganos de dudosa legitimidad han conseguido desmantelar progresivamente la intervención pública sobre su actividad económica. En Europa tenemos bien presente a la Troika, encargada de supervisar las finanzas públicas de los Estados rescatados, pasando por encima de la voluntad de su ciudadanía. Pero en su momento, los países africanos o latinoamericanos, con sus instituciones y monedas propias, sufrieron el mismo proceso.
La principal consecuencia de esta globalización no democrática es una divergencia creciente entre economías y un aumento de la desigualdad dentro de las mismas. En un mercado global con regulaciones regionales, el capital ha podido chantajear a gobiernos y sindicatos para reducir impuestos y salarios ante la amenaza de deslocalización. Para atraer inversiones, los países periféricos se han lanzado a una competencia por la vía de la devaluación interna, mientras las grandes empresas han contado cada vez con un mayor margen de beneficios por la depresión salarial, la baja presión fiscal y la escasa regulación pública.
La pérdida de poder adquisitivo de la mayoría trabajadora siempre conlleva, a medio plazo, un estancamiento de la demanda y una pérdida de rentabilidad: una crisis de sobreproducción. Lo que la ha convertido en Gran Recesión es que esta vez, a la contradicción fundamental del capitalismo, se le ha sumado la grasa ignífuga de una burbuja financiera, que nos ha llevado a una trampa de liquidez. En los 90, la sucesiva desregulación financiera pospuso la debacle de la economía real, permitiendo, durante los primeros años del milenio, la convivencia entre crecimiento de la demanda (a base de deuda) con una redistribución de los beneficios hacia las rentas más altas.
El crédito pudo generar durante un tiempo una cierta ilusión de convergencia económica, pero los desequilibrios económicos provocados por desigualdad y las asimetrías productivas no pueden expandirse de manera permanente. Si los márgenes empresariales crecen deprimiendo los salarios, a medio plazo la demanda de consumo no se podrá sostener. Y si el exceso de beneficios en los centros económicos como Alemania no se redistribuyen, para que quienes consumen sus productos tengan la capacidad adquisitiva de hacerlo, la movilización de ese dinero acaba por ser especulativa, haciendo proliferar burbujas y un endeudamiento esclavizador respecto a los acreedores cuando las burbujas pinchan.
Con este marco en mente cabe enfocar el debate sobre la integración europea. Es cierto que la implantación de un mercado y una moneda comunes han exacerbado los desequilibrios comerciales y financieros. Sin embargo, el problema no es que la UE sea una entidad económica integrada, sino la ausencia de mecanismos de estabilización y redistribución para reciclar sus desequilibrios y cerrar sus asimetrías. A pesar del grado muy alto de integración económica, en la Eurozona la política fiscal y la deuda pública siguen siendo competencia de los Estados; y como señalábamos más arriba, el margen de los Estados para ejercer esa soberanía es escaso. El diseño de la UE favorece las competencias regionales, dificultando la cristalización del interés colectivo.
En otras palabras, la UE carece de una unión fiscal y de transferencias. Por un lado, requiere una hacienda común que permita armonizar los impuestos, evitando el dumping fiscal, y que redistribuya las ganancias de la integración hacia zonas menos “competitivas”, financiando su desarrollo.
Si no existen transferencias que reciclen los superávit comerciales, los países deficitarios aumentan perpetuamente su deuda con los primeros, aumentando la brecha de las desigualdades, y creando inestabilidad. Las políticas de austeridad, que se han impuesto como respuesta a la crisis, se reclaman con la narrativa de evitar situaciones de endeudamiento excesivo, ignorando que los Estados y los hogares ya están altamente endeudados, y que la devaluación interna a la que obliga el marco de austeridad reduce la capacidad de devolver las deudas y profundiza en la recesión.
Por otro lado, es necesario un tesoro común, que permita compartir el riesgo y armonizar los costes de financiación de la deuda. La incapacidad del BCE para actuar como prestamista de última instancia (garantizar liquidez a los bancos frente a una pérdida masiva de activos) pone bajo presión los sistemas fiscales de los Estados ante bancarrotas de sus bancos, que han asumido el agujero financiero a costa de alcanzar unos niveles de deuda pública muy elevados.
Recientemente, un informe del BCE ha calculado que desde 2008, la riqueza per cápita en Alemania ha aumentado en 33.000 euros mientras que en España ha disminuido 13.000, sólo vía el diferencial en las primas de riesgo. Además, responde a un sólo objetivo –el control de la inflación–, a diferencia de otros bancos centrales con mandatos adicionales, como promover el pleno empleo. En este contexto, las fronteras dentro de la Zona Euro actúan de manera efectiva como factores de inestabilidad,que plantean una disyuntiva difícilmente evitable entre apostar por la devaluación interna (competencia a la baja) o arriesgarse a la vulnerabilidad financiera (corralito).
Frente a este escenario, la tentación de repliegue nacional es tan grande como peligrosa, y en la UE empieza a ser preocupante, con partidos ultra-nacionalistas y xenófobos como el Front National en Francia, la UKIP en Reino Unido, o los True Finns, que ostentan ministerios en el gobierno finlandés.
Es fundamental rechazar los discursos nacionalistas de las oligarquías locales, que inventan un enemigo exterior para esconder su subordinación al poder económico y financiero. La idea de interés nacional monolítico, homogéneo, oculta que en las sociedades existen clases sociales con intereses contrapuestos, que las dinámicas político-económicas actuales generan ganadores y perdedores en cada territorio.
Sólo una alianza transnacional de las clases trabajadoras europeas, que huya de narrativas nacionalistas y que permita articular aspiraciones alternativas podrá generar las condiciones para contrarrestar el capitalismo financiarizado y darle un vuelco a la Europa del capital. Debemos hacer de Europa un espacio de convivencia que gestione sus interdependencias desde la solidaridad, el respeto y el interés colectivo.
Viendo cómo se configura el panorama mundial post-Gran Depresión, con escaladas militaristas y una crisis climática que asoma en el horizonte, es necesario que Europa se constituya como polaridad alternativa, que no subyugue a otros territorios ni esté subyugada a intereses ajenos. Una Europa que garantice y abandere los derechos humanos, sociales, democráticos y ambientales, y que haga de contrapeso a las tensiones mundiales crecientes, de consecuencias inciertas y peligrosas.

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